'Funny games', el juego de Haneke

Aviso: esta es una crítica de la película original que Michael Haneke rodó en 1997, no de la versión del mismo director que se acaba de estrenar.

Parece que hoy todos los críticos de cine se hacen la misma pregunta: ¿qué utilidad tiene que un director vuelva a dirigir la misma película? A mi, e imagino que a muchos otros, nos ha servido para azuzarnos a rescatar la cinta original después de decir durante años "la quiero ver". Para los que no la querían ver y no se consideren ratas de videoclub, supone la oportunidad de asistir a una original y dolorosa reflexión metacinematográfica. Por lo tanto, sí ha valido la pena. Y punto.

Como su propio nombre indica, Funny Games es un juego. Una partida entre el espectador y el director donde, por supuesto, Haneke tiene todas las de ganar. Toma las riendas y maneja las reglas a su antojo, no se esconde al hacer trampas y nos obliga a destruir muchos de los presupuestos que tenemos sobre el cine y su lenguaje.

Nos guste o no, nuestra visión como espectadores/televidentes parte de múltiples convenciones que han creado un patrón. A través de los gestos de los actores y del avance de la cámara pretendemos prever qué sucederá a continuación. Haneke toma ese punto de partida para demostrar que no sabemos nada de nada. Todos los clichés del género (si a la violencia se le puede llamar género) son desmontados uno a uno. En lugar de una escalada frenética sin fin, nos encontramos ante tiempos muertos insoportables; donde creemos ver un enfrentamiento entre los asaltantes solo encontramos un chiste a nuestra costa; el anhelado giro en la escena de la escopeta se convierte en una arbitraria jugarreta metalinguística que nos demuestra que no existe esperanza alguna; la violencia esperada aparece fuera de plano y la que acomete por sorpresa se nos muestra con todo lujo de detalles. Funny Games es el ejercicio reflexivo de un cineasta. Un filme-ensayo que interpela al espectador sobre su responsabilidad en el juego de la ultravioléncia audiovisual.

A menudo se acusa a los realizadores de regodearse en la violéncia en su intento de criticarla, pero eso no evita que sean más necesárias miradas tan apocalípticas, dolorosas y arriesgadas como las de Haneke. En cuanto al debate final sobre si la ficción cinematográfica es, de hecho, una realidad, estoy de acuerdo con el personaje de Arno Frisch: no existe diferencia alguna.

Lo mejor:
la severidad con que Haneke acusa a sus espectadores
Lo peor:
en mi caso, verla en versión doblada

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