Académico (II): Terror en un mundo imaginado

Bajo el paraguas de Académico, voy a reciclar algunos textos que publiqué en otro de mis blogs, seminariouab.blogspot.com y que escribí únicamente como material para una asignatura universitaria. Como recibí algunos buenos comentarios, he decidido recuperarlos aquí. Os invito a leerlos, pero recordad que se trata de un texto académico basado en el estudio de un libro. Quien avisa no es traidor.

Uno de los recurrentes ataques que se lanzaron en el pasado festival de Cannes contra la apaleada película Tideland, del director Terry Gilliam, es que, según muchos de los críticos, en ella “no ocurre nada”. El argumento de Tideland gira alrededor de una niña cuyos padres son unos drogadictos y ella se pasa el día jugando en el interminable maizal que se extiende alrededor de su casa. Lo que desconcierta a estos críticos es, tal como argumenta su director, que “no ocurre nada” de toda esa serie de dramas y catástrofes a los que los medios (y el cine) nos tienen acostumbrados. Durante toda la cinta se dan una infinidad de oportunidades para que la niña sea atacada, insultada, maltratada, violada o sufra cualquier tipo de accidente, pero nada malo ocurre y ella puede seguir jugando en un mundo de fantasía impermeable a todos los temores que nos acechan en el mundo real.

Terry Gilliam explica en el audiocomentario que acompaña el DVD que los adultos de hoy están inculcando un miedo irracional, y muchas veces injustificado, a los niños: “vivo en un pequeño pueblo donde no ha habido nunca un caso de rapto, pero mis hijos no quieren ir hasta la tienda de caramelos de la esquina por miedo a que los secuestren. Es ridículo.” De alguna forma, la película (y antes la novela que la inspiró) muestra un modo de vida no globalizado y, por tanto, no envenenado por los temores que nos rondan constantemente. Tideland es, en definitiva, el retrato de una familia que ha quedado rezagada del constante progreso del mundo. Y lo que no pueden entender buena parte de los críticos actuales es que ese retrato se pueda ver como algo positivo. En vez de eso, ensalzan (quizás sin saberlo) las terroríficas ideas que la globalización ha traído consigo.


En el capítulo Refugiarse en la caja de Pandora o miedo y seguridad en la ciudad, Bauman explica como han cambiado las cosas en lo que respecta a las ciudades y a la seguridad a lo largo de los siglos. “la guerra contra la inseguridad, los peligros y los riesgos, se libra ahora en el interior de la ciudad y es dentro de ella donde se definen campos de batalla y se trazan las líneas del frente”.

Mientras que antes debíamos repeler los ataques provinentes del exterior de ese núcleo de seguridad que era la ciudad, hoy podemos encontrar peligros en cualquier esquina. El principal temor, y fundador de todos los demás, es el miedo a lo desconocido. Tememos al vagabundo, tememos al vecino, tememos al inmigrante y tememos a los jóvenes porqué no sabemos como pueden actuar.

Pero, además, estamos en una época de fermentación de nuevos temores y esto se debe, en parte, a la proliferación de noticias y debates en los medios de comunicación al respecto de aquello que nos puede infligir daño, dolor o pérdida económica: el miedo a un ataque terrorista es omnipresente, más aún tras los ataques del 11-M. Pero además tememos por la precariedad laboral, por el aumento de la inflación, por el sobrepeso pero también por la anorexia, por las drogas que están por todas partes, por la depresión post vacacional y por el desajuste que implica cambiar de hora el reloj dos veces al año. Por la peste porcina, por la gripe aviar, por los juguetes con exceso de plomo en la pintura, por los pollos contaminados, por los robos en gasolineras, por los allanamientos de morada, por el aumento del precio de los pisos pero también por su descenso. Tenemos miedo al cambio climático, al aumento del precio del petróleo, a la inmigración...

Seguramente no queda ya en nuestras sociedades del primer mundo ninguna parcela en que no se hayan instalado unos cuantos temores, fundados o no. Si lo pensamos fríamente puede parecer insensato vivir en esta situación, pero no lo es tanto si atendemos a la idea que Bauman aporta en su libro y, según la cual, de esta permanente sensación de inseguridad y temor se puede extraer un gran capital comercial: “Como si de efectivo líquido listo para cualquier inversión se tratara, el capital del miedo puede ser transformado en cualquier rentabilidad, ya sea económica o política, como así ocurre en la práctica”.

La rentabilidad política es más que clara, pues no existe programa político que no aporte su visión particular sobre como se deben resolver todos los temores que hemos visto anteriormente. Pero, además, existe una rentabilidad mucho más siniestra, y es la rentabilidad económica provinente de todo tipo de bienes de consumo y servicios. Si el sueldo de una familia es suficientemente importante encontrará a su alcance una ilimitada oferta de soluciones al temor: Bauman refuerza su cita con la de Stephen Graham: “los anunciantes han explotado deliberadamente los miedos extendidos al terrorismo catastrófico para aumentar las ventas de todoterrenos altamente rentables”. ¿Qué sentido tiene que en una gran ciudad como puede ser Barcelona, Madrid, Nueva York o Los Ángeles esté poblada por este tipo de coches que no hacen más que consumir cantidades ingentes de (una cada vez más escasa) gasolina? Anteriormente quien se compraba un coche todoterreno tenía la intención, al menos en apariencia, de ir al bosque, correr por la montaña, ensuciar y abollar la chapa, amortizar la inversión en definitiva. Hoy ya no es así y se ven magníficos Hammer con pinturas metalizadas y brillantes como patenas en todos los ceda el paso de las ciudades. Sobre esto es muy ilustrativo uno de los últimos gags de la película de animación Cars en que uno de los secundarios, un antiguo militar-Jeep chusquero hace un curso para todoterrenos pijos que no han abandonado en su vida el asfalto de las grandes urbes.

La vida humana fue hasta la llegada de la era moderna una vida pública. Los estrechos vínculos entre familiares, amigos, barrios e incluso pueblos, hacía que todo se hiciera de forma grupal y de puertas afuera en los llamados espacios públicos. Las nuevas sociedades, en cambio, promueven el individualismo y la reclusión. Ahora todo pasa de puertas adentro y es por eso que se erigen esos temibles castillos fortificados para que NADIE logre pasar de la verja electrificada y a los que se debe acceder desde monstruosos coches blindados. “El espacio público fue la primera víctima colateral de la ardua batalla perdida de una ciudad contra el avance implacable del coloso global”, comenta Bauman. En un mundo globalizado, las relaciones en esos espacios públicos ya no tienen sentido, pues no son necesarias. Ahora compramos, consumimos, nos interrelacionamos de forma global y lo que suceda en la puerta de al lado nos es indiferente (en el mejor de los casos) o nos produce terror.

El relato de Bauman es pesimista pero concluye con una llamada por encontrar de nuevo espacios públicos donde la “exposición a la diferencia” permita desembocar en una convivencia feliz y que hará que “las raíces urbanas del miedo (...) se consuman y se sequen”. La sociedad actual promueve esta reclusión individualista pero es nuestra responsabilidad romper con esa tónica y crear nuevos espacios dónde se creen vínculos que permitan que la palabra Sociedad vuelva a tener el sentido de “una reunión organizada de personas para vivir en común”, como reza el diccionario VOX. Pero, como Bauman destaca, se trata de una tarea nada fácil: “de hecho, es una de las tareas menos sencillas a las que tendrá que enfrentarse un planeta en rápido proceso de globalización (...) pero ha de ser asumida sin rodeos y con la mayor urgencia”.

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