Revisando The Yakuza (Sidney Pollack, 1974) me he dado cuenta que, quizás, lo que atrae al espectador occidental hacia el cine de samurais no es tanto la violencia de los combates a espada como el extraño concepto del honor. Esa mística, incomprensible y (para nosotros) irracional concepción de la vida que nada tiene que ver con nuestro mundo pero que tan bien queda en el cine. Nos gusta sentarnos en una sala y ver como esos hombres hoscos y anticuados se van alejando cada vez más del mundo real por respeto a unas creencias vitales para ellos y ridículas para los demás.
La historia de Yakuza, excelentemente urdida por los hermanos Schrader y Robert Towne, ya dejaba claro que el sacrificio del Yakuza era inútil en el japón de aquella época. Las instituciones que ostentaban el poder eran ya las grandes empresas con negocios transatlánticos y no los clanes yakuza. Hoy, 30 años después, David Mamet ha cogido el mismo personaje y lo ha ubicado en la ciudad de Los Ángeles. Lo que mueve a Mike Terry es lo mismo que movía a Ken Tanaka (y a otros personajes anteriores de Mamet): el estricto cumplimiento de unos principios morales mientras todo lo que les rodea se derrumba bajo el peso de la corrupción, el poder y la mercantilización de las vidas humanas.
Quizás sea porqué tengo predilección por estos temas, pero opino que estamos ante uno de los mejores trabajos de David Mamet. La trama es lineal, casi minimalista y pretendidamente previsible (el cartel no engaña a nadie) pero me encanta el temple con que avanza la cinta;su ritmo lángido y preciso que parece latir plano a plano, escena a escena. La película abandona cualquier espectáculo de violencia y está construida a base de miradas, silencios y unas interpretaciones portentosas. La actuación de Chiwetel Ejiofor es deslumbrante y es su serena pero tormentada presencia lo que le imprime ritmo a la cinta. Él es el núcleo sobre el que gravitan otros intérpretes en estado de gracia como Rodrigo Santoro, Alice Braga, el habitual Joe Mantegna y un sorprendentemente acertado Tim Allen.
Sin lugar a dudas Cinturón Rojo pasará sin pena ni gloria por nuestras salas, pero me alegro de haberla cazado a tiempo. No tiene nada que ver con la realidad pero durante hora y media nos hace creer que es posible vivir sin ceder a la ambición, al engaño o a la especulación de nuestra sociedad. Ya lo dice Mike Terry en su peculiar travesía: "siempre hay una salida posible". Pero quizás el único lugar donde podamos encontrarla sea en la ficción de una sala de cine.
Lo mejor: Chiwetel Ejiofor
Lo peor: que sea tan inverosímil
Quizás sea porqué tengo predilección por estos temas, pero opino que estamos ante uno de los mejores trabajos de David Mamet. La trama es lineal, casi minimalista y pretendidamente previsible (el cartel no engaña a nadie) pero me encanta el temple con que avanza la cinta;su ritmo lángido y preciso que parece latir plano a plano, escena a escena. La película abandona cualquier espectáculo de violencia y está construida a base de miradas, silencios y unas interpretaciones portentosas. La actuación de Chiwetel Ejiofor es deslumbrante y es su serena pero tormentada presencia lo que le imprime ritmo a la cinta. Él es el núcleo sobre el que gravitan otros intérpretes en estado de gracia como Rodrigo Santoro, Alice Braga, el habitual Joe Mantegna y un sorprendentemente acertado Tim Allen.
Sin lugar a dudas Cinturón Rojo pasará sin pena ni gloria por nuestras salas, pero me alegro de haberla cazado a tiempo. No tiene nada que ver con la realidad pero durante hora y media nos hace creer que es posible vivir sin ceder a la ambición, al engaño o a la especulación de nuestra sociedad. Ya lo dice Mike Terry en su peculiar travesía: "siempre hay una salida posible". Pero quizás el único lugar donde podamos encontrarla sea en la ficción de una sala de cine.
Lo mejor: Chiwetel Ejiofor
Lo peor: que sea tan inverosímil
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