Parece que hoy todos los críticos de cine se hacen la misma pregunta: ¿qué utilidad tiene que un director vuelva a dirigir la misma película? A mi, e imagino que a muchos otros, nos ha servido para azuzarnos a rescatar la cinta original después de decir durante años "la quiero ver". Para los que no la querían ver y no se consideren ratas de videoclub, supone la oportunidad de asistir a una original y dolorosa reflexión metacinematográfica. Por lo tanto, sí ha valido la pena. Y punto.
Como su propio nombre indica, Funny Games es un juego. Una partida entre el espectador y el director donde, por supuesto, Haneke tiene todas las de ganar. Toma las riendas y maneja las reglas a su antojo, no se esconde al hacer trampas y nos obliga a destruir muchos de los presupuestos que tenemos sobre el cine y su lenguaje.
Nos guste o no, nuestra visión como espectadores/televidentes parte de múltiples convenciones que han creado un patrón. A través de los gestos de los actores y del avance de la cámara pretendemos prever qué sucederá a continuación. Haneke toma ese punto de partida para demostrar que no sabemos nada de nada. Todos los clichés del género (si a la violencia se le puede llamar género) son desmontados uno a uno. En lugar de una escalada frenética sin fin, nos encontramos ante tiempos muertos insoportables; donde creemos ver un enfrentamiento entre los asaltantes solo encontramos un chiste a nuestra costa; el anhelado giro en la escena de la escopeta se convierte en una arbitraria jugarreta metalinguística que nos demuestra que no existe esperanza alguna; la violencia esperada aparece fuera de plano y la que acomete por sorpresa se nos muestra con todo lujo de detalles. Funny Games es el ejercicio reflexivo de un cineasta. Un filme-ensayo que interpela al espectador sobre su responsabilidad en el juego de la ultravioléncia audiovisual.
A menudo se acusa a los realizadores de regodearse en la violéncia en su intento de criticarla, pero eso no evita que sean más necesárias miradas tan apocalípticas, dolorosas y arriesgadas como las de Haneke. En cuanto al debate final sobre si la ficción cinematográfica es, de hecho, una realidad, estoy de acuerdo con el personaje de Arno Frisch: no existe diferencia alguna.
Lo mejor: la severidad con que Haneke acusa a sus espectadores
Lo peor: en mi caso, verla en versión doblada
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